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La Corazonada

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Capítulo 1: Respirar

El invierno nuclear había levantado su manto de ceniza y horror. Dos años. Setecientos treinta días contados meticulosamente en las paredes de acero de su búnker, mientras afuera el mundo se moría de frío. Pero ahora, el dosímetro, ese aparato que había sido su oráculo personal durante tanto tiempo, marcaba unos niveles ínfimos, casi naturales. La radiación había desaparecido.

Robert, un hombre de treinta y ocho años con la prudencia tatuada en los ojos marrones y el cabello castaño oscuro ya salpicado de algunas canas prematuras, contempló la aguja. ¿Arriesgar o no arriesgar? Siempre lo había sentido, una corazonada sorda y persistente que le advirtió durante toda su vida anterior que el mundo de los mortales, ese que parecía sólido, se desmoronaría. Y se preparó para ello sabiendo que ningún manual, ningún plan, podía prepararlo para el momento de abrir la escotilla hacia la tan aterradora superficie.

Con un chasquido sibilante, la pesada puerta de metal de rindió ante su fuerza. La luz del día, pálida pero increíblemente real, lo cegó. Dio un paso fuera, sobre la tierra gridácea agobiada por el apocalipsis. Su traje antiradiación parecía una reliquia ridícula en la quietud del momento. Con un gesto que combinaba la temeridad y la necesidad suprema, se desabrochó el casco y lo dejó caer al suelo como liberándose de un gran peso.

El aire le golpeó el rostro. Frío, sí, pero puro. Limpio. No olía a quemado, a muerte, a química. Olía a… la libertad. A página en blanco. Aspiró hondo, llenando sus pulmones por primera vez en dos años con algo que no fuera el aire reciclado del refugio. Ese primer aliento fue un acto de fe, algo así como un renacimiento.

— ¡Puedo respirar! — se dijo a sí mismo, y la voz sonó extraña, nueva, en el silencio absoluto — . Por fin.

No era el único. Como flores que brotan tras un incendio, otras figuras emergían de refugios, de grietas en la tierra, titubeantes, deslumbradas. Todos miraban al cielo, a un sol que ya no estaba velado por la sucia cortina del invierno nuclear. Un sol claro, aprendas ofensivo en su normalidad. El mensaje era tácito pero universal: la pesadilla se había acabado. ¿Y ahora qué?

Esa misma tarde, la respuesta instintiva fue el calor. Alguien, en un claro entre los escombros de lo que fue una ciudad, encendió un fogón. La hoguera crepitó, chisporroteó, y su llamarada fue un faro para las almas dispersas.

Sin mediar palabra, sin propuestas ni programas, los sobrevivientes se congregaron alrededor. No eran muchos, quizás unos cincuenta que cantaban canciones cuyas letras apenas recordaban; se abrazaban con la fuerza de quien ha esquivado a la muerte, sus risas sonaban frágiles pero genuinas. La política, ese fantasma del mundo viejo, parecía una palabra prohibida, un veneno que nadie quería mencionar.

Robert los observaba desde la penumbra. Sabía que ese momento de gracia, de pura catarsis, era efímero. La anarquía que tanto había temido era una bestia dormida, y si él no hablaba, tarde o temprano llegarían los que sí lo harían, con discursos simples y puños de hierro, para llevarse a la gente detrás de sus proyectos. El mundo destruido no era de nadie. No había estados, ni títulos de propiedad. Era tierra de nadie, un lienzo en blanco para el primer pintor con suficiente valor… o brutalidad.

— ¡Estimados sobrevivientes! — su voz cortó la música y las risas como un cuchillo — . Pido la palabra.

El círculo se volvió hacia él, las caras expectantes, algunas molestas por la interrupción experimentando el frío y el asombro.

— Me llamo Robert. Encantado de conocerlos — comenzó, conteniendo el temblor de sus manos — . Estoy aquí como ustedes para celebrar la victoria del deseo de vivir sobre la muerte que nos impusieron los enemigos de la humanidad. Esos que, oprimiendo botones, lanzaron misiles y aniquilaron el espíritu humano.

Hizo una pausa, midiendo el ambiente. No veía convicción, solo una curiosidad vacilante.

— Les propongo organizarnos. ¡Construyamos un mundo nuevo! Un mundo sin opresión, en solidaridad y en armonía con la naturaleza. Tengo un programa de acción, un plan para la vida y el desarrollo de las generaciones futuras. Si creen en mi proyecto, podemos lograrlo.

La multitud lo miró atónita. Después de la tensa pausa, un coro de risotadas estalló, nerviosas, incómodas.

— ¡Mejor relajate, pibe! — gritó un viejito con una sonrisa desdentada — . Vení a bailar con nosotros. Eso sí cura todo.

Robert sintió que el suelo se abría bajo sus pies. La derrota, amarga y familiar, le recorría el pecho. No sería la primera vez que no lo tomaban en serio. La gente, evidentemente, no estaba para discursos esperanzadoras. Aún no acababan de concientizar el hecho de que eran libres de nuevo.

Fue entonces cuando el rugido de los motores destrozó la frágil paz de la noche. Tres poderosas motocicletas, máquinas de acero cromado y neumáticos gruesos, unos monstruos mecánicos que parecían haber sobrevivido al apocalipsis por pura terquedad, irrumpieron en el claro. De ellas se bajaron tres individuos que emanaban una violencia tan palpable como el calor del fuego. Iban vestidos con cuero grasiento y sus miradas contemplaban el grupo de sobrevivientes con desprecio.

El que parecía el líder era un tipo corpulento, con una barba desaliñada y unos ojos pequeños y penetrantes que no reflejaban más que un hambre voraz por el dominio. Tenía el aspecto del típico lumpen, alguien a quien el fin del mundo no había hecho más que darle la razón para desatar su naturaleza depredadora.

— ¿Quién está al mando acá? — rugió, su voz un graznido áspero.

Nadie respondió. Ni siquiera Robert, que se había quedado paralizado.

— Acabamos de reunirnos — se atrevió a decir una mujer joven, de no más de veinte años, con la voz temblorosa.

El matón principal desvió su mirada hacia Robert, que lo observaba con un poco de miedo y curiosidad. Siempre había querido una moto así, una de esas clásicas, robustas y libres, un símbolo de libertad absoluta.

— ¿Y vos qué mirás, gil? — largó el matón, clavándole sus ojos de reptil.

Robert lo entendió todo de inmediato. La anarquía ya no era una amenaza futura; estaba ahí, enfrente, oliendo a combustible y transpiración. El miedo de Robert se transformó en un extraño deseo de venganza. Venganza de algo pero sin entender de qué.

— De ahora en más, ustedes están bajo nuestra protección — anunció el líder con una sonrisa burlona, escupiendo al suelo — . Se acabó la joda de abrazos y canciones. Acá manda el que puede. La libertad no es un grupito de débiles alrededor de un fuego. La libertad es hacer lo que uno quiera, cuando quiera, y que el más fuerte imponga su ley. Es la ley de la naturaleza, ¿viste? Sobrevive el más apto, y nosotros somos los más aptos. No hay estado que nos joda, no hay reglas. Solo nosotros.

Robert comprendió. Si quería cautivar la voluntad de aquellos sobrevivientes, no podía ser con palabras. Debía ser con actos. Debía contraponer su voluntad a la de ellos.

— Ustedes no están al mando de nadie — dijo Robert, y su voz sonó más firme de lo que esperaba — . Nosotros somos gente libre.

La risa burlesca del motoquero fue contundente

JAJAJAJAJAJA.

— ¿Ah, sí? ¿Y vos quién sos para—

Robert no lo dejó terminar. Los años de encierro no los había malgastado. Los había usado para entrenar, para endurecer su cuerpo y su mente. Con un movimiento rápido y fluido, como los que había practicado incansablemente en la soledad de su búnker, agarró un puñado de arena y tierra suelta y se lo lanzó a los ojos del líder.

El motoquero gritó, cegado. Robert se le abalanzó. No era una pelea de golpes brutales, sino de precisión. Esquivó una patada torpe, usó el impulso del otro en su contra, y con una llave que parecía sacada de una película yanqui, lo derribó y lo inmovilizó en el suelo. Sus dos compañeros corrieron hacia él, pero Robert, movido por un instinto que no sabía que poseía, los enfrentó con la misma eficacia despiadada. En menos de un minuto, los tres matones yacían en el suelo, gimiendo y maniatados con sus propios cinturones.

Robert se incorporó, agitado. No podía creer lo que había hecho. Nunca en su vida había peleado. Miró sus manos, que temblaban levemente.

La multitud alrededor del fogón lo observaba en un silencio absoluto, pero ahora no era el silencio de la burla, sino el de la admiración y el asombro.

Robert, recuperando el aliento, se dirigió a ellos de nuevo. La hoguera iluminaba su rostro, marcado por la lucha pero sereno.

— Queridos sobrevivientes — dijo, y esta vez todas las miradas estaban puestas en él, expectantes — . El mundo está lleno de peligros como este. Como ya les dije antes… tengo un plan.

Y esta vez, la multitud, en un acuerdo unánime, se dispuso finalmente a escucharlo.

Capítulo 2: El Precio de la Utopía

El silencio alrededor del fogón era ahora denso, cargado de una nueva energía. Las llamas pintaban sombras danzantes en los rostros de los sobrevivientes, todos fijos en Robert. Él respiró hondo, sintiendo el peso de esos ojos sobre él. Era el momento.

Robert explica

— No se trata solo de sobrevivir — comenzó, su voz más segura — . Sobrevivir es lo que hicimos incluso antes de la gran catástrofe, esclavizados y sumisos al orden que nos imponían en el día a día los mismos que no dudaron ni un segundo en destruir nuestro mundo. Sobrevivir es lo que hicimos estos dos años como ratas. Ahora tenemos que vivir. Y para eso, necesitamos una razón para vivir. Un faro. Les presento mi plan, el proyecto que llamaré… Nuestra Utopía.

La palabra «Utopía» flotó en el aire nocturno, bella, peligrosa y un poco ingenua.

— Nuestra Utopía no será solo un refugio. Será una fortaleza — continuó, extendiendo las manos como si ya pudiera ver sus muros — . La construiremos nosotros, con nuestras manos, en un lugar que elijamos. Será nuestro hogar, nuestra escuela, nuestro taller. Dentro de sus muros, erigiremos el nuevo mundo. Un mundo donde nadie mande sobre otro, donde cada uno trabaje según sus posibilidades y reciba según sus necesidades. Donde la solidaridad sea nuestra ley y la armonía con esta tierra herida, nuestra razón de ser. Nuestra Utopía será el pilar, el ejemplo que todos los demás sobrevivientes seguirán. Será la semilla de la que renazca la humanidad.

Podía ver cómo algunas miradas se iluminaban con la visión. Ofrecía orden en el caos, comunidad en la soledad, un futuro donde solo parecía haber un presente desolado. Era un discurso bonito, pulido en la soledad de su búnker, y por un momento, sintió que la corriente fluía a su favor.

Fue entonces cuando la joven de unos veinte años, la misma que había hablado antes a los motoqueros, levantó la mano. Tenía el cabello corto y enmarañado, y unos ojos claros que no parecían dispuestos a aceptar palabras bonitas sin más.

— Perdoná, Robert — dijo, su voz firme cortando el hechizo — . Tengo una pregunta.

Todos volvieron la cabeza hacia ella.

— ¿Qué hacemos con estos pelotudos? — preguntó, señalando con el dedo a los tres hombres maniatados que se retorcían en el suelo, diciendo insultos entre dientes.

El hechizo se rompió. Todas las miradas, incluyendo las de la chica, volvieron a Robert. La teoría de la Utopía se enfrentaba de pronto a su primera, y más sangrienta, prueba práctica. La filosofía chocaba contra la realidad más cruda.

Robert miró a los prisioneros. El líder lumpen intentó escupir hacia él, fallando miserablemente. «Te vamos a hacer boleta», le gritó uno de los otros. Robert sintió un nudo en el estómago. Esta era la primera decisión difícil. La que marcaría el tono de todo lo que viniera después.

¿Dejarlos ir? Sería una ingenuidad letal. Volverían, con más gente, con más violencia. Su preciosa Utopía sería arrasada antes de poner la primera piedra.

¿Cooptarlos? La idea le repugnó. ¿Integrar a esos malnacidos en su proyecto? Recordó, con una punzada de amarga claridad, aquel centro cultural que intentó organizar para los obreros de una fábrica textil. Soñaba con debates, con teatro, con educación. Soñaba con elevarles el espíritu. Pero ellos, los «beneficiarios» de su plan, solo vieron un lugar techado donde emborracharse hasta caer inconscientes. No había querido ver la brecha abismal que existía entre su mundo y el de ellos. No eran maleables. Tenían sus propias inercias, sus propias miserias arraigadas. Estos motoqueros eran peores. Eran depredadores puros. No había oportunidad con lúmpenes como esos. No se podía construir nada sano con ellos.

La lección del centro cultural, una derrota que había cargado como un estigma durante años, resonó con fuerza. No cometería el mismo error. La Utopía requería cimientos sólidos, y eso significaba, a veces, tener la frieza de apartar las piedras que amenazaban con resquebrajarlo todo.

Miró a la joven, luego al grupo. Su rostro se serenó, adoptando una determinación que no sentía del todo por dentro.

— No los vamos a soltar — dijo, y su voz no sonó a discurso, sino a una orden — . Y no podemos permitir que envenenen lo que estamos por construir. No son bienvenidos en Nuestra Utopía.

Un murmullo recorrió el grupo. Algunos asintieron con la cabeza, aliviados. Otros bajaron la mirada, incómodos.

— Mañana, al amanecer — anunció Robert — , los llevamos lejos de aquí. Les dejamos agua para un día. Lo que pase después… será cosa del mundo que ellos defienden. El de los más fuertes.

Los matones, humillados sin la oportunidad de protestar, miraban ahora como pidiendo piedad. Robert ya había sido piadoso en varias situaciones de la vida luego de las que él lamentó no haber sido implacable.

No era la solución perfecta. Era, quizás, la menos mala. Era el primer acto de autoridad, el primer sacrificio en el altar de un futuro mejor. Robert comprendió, con una frialdad que le heló el alma, que la construcción de la Utopía no solo requería de soñadores, sino también de alguien dispuesto a ensuciarse las manos con la fea realidad del presente. Y esa noche, alrededor del fuego, había nacido ese alguien.

Capítulo 3: El amargo sabor del ayer

Las motos aceleraron, llevándose lejos a los tres hombres maniatados y a un pequeño grupo de sobrevivientes que se ofreció para desterrarlos. Robert se quedó inmóvil, observando cómo las siluetas se fundían con el horizonte grisáceo, tragadas por la inmensidad de un mundo renacido y vacío. El polvo se asentó lentamente, y un silencio profundo, solo roto por el crepitar del fogón, envolvió el claro.

«De dónde saliste, pibe?»

La voz, cargada de años y un dejo de nostalgia, lo sacó de sus pensamientos. Robert se volvió hacia él. Un hombre mayor, con el rostro surcado de arrugas profundas y los ojos brillantes con una chispa de inteligencia ancestral, lo observaba. Su postura era encorvada, pero su mirada era firme.

«Hacía tanto que no escuchaba a alguien hablar tan bonito», continuó el viejo. «Hacía más de 30 años.» Sus ojos lagrimean de la emoción.

Robert esbozó una sonrisa cansada. «Salí de un mundo injusto con el que nunca pude ponerme de acuerdo. Y después salí de un búnker.»

Mientras decía las palabras, su mente viajó atrás en el tiempo, no a las ruinas humeantes del presente, sino al mundo de antes. Un mundo de luces de neón y comodidades estériles, de calles bulliciosas y sonrisas vacías. Un mundo que, en medio del horror actual, parecía un espejismo de perfección. Pero Robert siempre supo que era una fachada. Él nunca había encajado. Su mente siempre había habitado otra realidad, un plano ideal que bosquejaba en libretas y soñaba en sus noches de insomnio. Ese mismo mundo que ahora les prometía a los sobrevivientes.

La partida de Natalia

Y entonces, como una herida que nunca cicatriza, llegó el recuerdo de Natalia.

Natalia. Su mujer. Médico. De mirada segura pero un poco melancólica y llena de decisión. La imagen de su partida lo atravesó como un cuchillo.

— ¡No es tu guerra! — le suplicó él, agarrándole los brazos — . ¡Escapemos! Podemos irnos a algún lugar, lejos de todo esto.

Ella negó con la cabeza, sus ojos reflejando una tristeza resignada. — No puedo, Robert. Soy convocada militar. Estoy llamada a filas.

— ¡Son excusas baratas! — él estalló, la voz quebrada por la desesperación — . ¡Esta guerra es entre los ricos! ¡Entre políticos e industriales militares! Nosotros no somos más que peones para ellos.

— Es mi sagrado deber ir a curar a los que combaten — respondió ella, con una firmeza que lo desarmó — . No puedo darles la espalda.

No pudo convencerla. Su partida lo destruyó. No fue solo su ausencia física; fue la confirmación de que vivían en realidades paralelas. Él, soñando con huir y construir algo nuevo; ella, aferrada a un deber impuesto por el mismo sistema que los oprimía. Su abandono quebró algo en él una fe fundamental en sí mismo y en los demás. Dejó de creer que sus ideas podían resonar en alguien.

Nadie en su círculo íntimo pensaba como él. Sus amigos, sus compañeros de trabajo, incluso su familia, todos veían el conflicto mundial como una lucha entre naciones, un mal necesario. Pero Robert lo veía claro: era un monstruo absurdo, creado por la avaricia y la paranoia, que se escapó de control. Y cuando alguien, en algún lugar, pulsó ese primer botón, el primer misil balístico intercontinental surcó los cielos y desató el infierno. Todo se desmoronó en cuestión de tres días.

Mientras observaba el horizonte, el dolor de esos recuerdos era tan palpable como el frío de la noche.

— Hola… — una voz femenina, joven y un poco tímida, interrumpió su cavilación.

Robert parpadeó, regresando al presente. Era la chica de unos veinte años, la que había hecho la pregunta crucial sobre los matones. Ahora, de pie frente a él, una sonrisa tímida asomaba en sus labios.

— Hola… — dijo Robert, su voz aún áspera por los recuerdos.

— ¡Qué lindo que hablás! — comentó ella, con genuina admiración.

— Gracias — respondió Rober, sin sonrojarse.

— Yo quiero ayudar a construir la fortaleza — declaró, llena de entusiasmo.

Robert la miró con mayor atención. Tenía una chispa en la mirada que le recordó, dolorosamente, a la convicción de Natalia, pero sin la sombra del deber impuesto.

— ¿Cómo te llamás? — preguntó.

— Viktoria. Pero me dicen Vika…

— Yo me llamo Robert. Un gusto — estrechándole la mano — . Decime, ¿qué hacías antes de la catástrofe?

— Estudiaba economía.

Robert sonrió, una idea acababa de tomar forma en su mente. Aquel mundo ideal necesitaba cimientos no solo de fe y fuerza, sino también de conocimiento.

— Bueno — dijo, su tono se volvió propositivo — . Pensá cómo vas a enseñarles economía a los demás. Ese va a ser tu gran aporte a nuestra causa.

Le guiñó un ojo y, sin añadir nada más, se dio la vuelta y se alejó, dejando a Vika plantada, con los ojos abiertos por la sorpresa y la mente ya empezando a trabajar, intrigada por el desafío y por el hombre enigmático que les prometía una utopía.

Capítulo 4: el mágico atardecer

El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. Sentado sobre una roca plana, Robert ezsminaba un plano en la pantalla de su tablet, que absorbía los últimos rayos solares. Las líneas de un boceto a medio hacer se iban definiendo: muros, áreas comunes, huertos. Soñar con los planos era más fácil que enfrentar la logística de hacerlos realidad.

El sonido de motores aproximándose lo sacó de su concentración. Levantó la vista y vio regresar al grupo que se había llevado a los motoqueros. Bajaron de los viejos vehículos con sus rostros cansados pero aliviados. Uno de ellos, un hombre de mediana edad con el rostro sonriente y energía contagiosa, se adelantó.

— ¡Listo, lo hicimos! — anunció, secándose el sudor de la frente — . Los dejamos en una hondonada pedregosa, a tres días de aquí a pie y sin agua. No creo que salgan de ahí pronto. Tiempo tienen de recapacitar.

Robert lo observó con mirada de aprobación. Era una solución cruel, pero necesaria.

— Me llamo Luis — se presentó el hombre, extendiendo una mano — . Vos me inspiraste allá, con tu discurso. Soy arquitecto. Creo que podemos hacer buen equipo.

Robert lo observó, estudiando sus ojos vivaces. La oferta era tentadora, pero la desconfianza, una vieja compañera, surgió de inmediato.

— ¿Tenés experiencia? — preguntó, con un dejo de escepticismo.

— ¡Claro que sí! — exclamó Luis, con orgullo — . Construí un supermercado entero. Qué mala suerte que tuvo… Dos días después de la inauguración, vino la Súper Explosión.

La Súper Explosión. Así le llamaban al infierno nuclear que había arrasado con todo. El término sonaba casi inocente para la magnitud de la destrucción que había causado.

Robert no pudo evitar una sonrisa amarga ante la ironía del destino. Le hizo un gesto a Luis para que se sentara. Juntos, frente a la tablet, comenzaron a charlar. Hablaron de materiales, de cómo conseguir cemento y vigas en medio de las ruinas, de la posibilidad de reciclar escombros. Luis demostró un conocimiento práctico y una creatividad invaluable para resolver problemas.

— Mirá — dijo Luis, señalando el mapa en la pantalla — . Aquí, cerca de este lago y al pie de esta colina empinada. El agua nos da vida, y la elevación será para nosotros una defensa natural. Es el lugar perfecto.

Robert observó el punto señalado. La lógica era impecable. Asintió, sintiendo un peso menor sobre sus hombros. Luis, con su positivismo y sus conocimientos de experto, empezaba a ganarse su confianza.

— —

Al día siguiente, Robert reunió a todos los supervivientes. El grupo, ahora más unido y con una chispa de esperanza en los ojos, formó un círculo alrededor de él. El ambiente era diferente; ya no había risas nerviosas, sino una atención serena y expectante.

— ¡Compañeros! — comenzó Robert hablando con tal claridad que pocos se animaban a no escucharlo. — . Soñar con un futuro es el primer paso, pero construirlo es el siguiente. Tenemos un plan y, ahora, un lugar. Luis, nuestro nuevo arquitecto, y yo hemos identificado un sitio estratégico: cerca del lago, protegido por la colina. Allí erigiremos nuestro campamento base, el corazón de Nuestra Utopía.

Un murmullo de aprobación recorrió el grupo.

— ¿No será muy lejos? — preguntó una mujer con un niño en brazos.

— Tendremos agua dulce y peces — respondió Robert — . Y la colina nos dará ventaja contra cualquier amenaza. Es un sacrificio ahora porla seguridad del mañana.

El viejo que había elogiado a Robert días antes tomó la palabra.

— Yo ya viví un mundo que se derrumbó por no planificar. Apoyo a Robert. Hay que mirar lejos.

— Yo también — dijo Vika, levantando la mano — . Podemos organizar grupos de exploración para traer materiales durante el traslado. Y… — hizo una pausa, mirando a Robert — , puedo empezar a pensar en cómo administrar nuestros recursos, para que nada falte.

— ¡Eso! — apoyó Luis, entusiasta — . Yo dirigiré la construcción. Sé cómo hacerlo. Juntos, lo lograremos.

Una voz tras otra se sumó, expresando apoyo y ideas. No había disenso, solo una determinación colectiva que se fortalecía.

— Entonces, ¿estamos todos de acuerdo? — preguntó Robert, recorriendo el círculo con la mirada.

Un coro de "¡Sí!» y asentimientos unánimes fue la respuesta.

Robert sintió una emoción intensa, un calor que le recorría el pecho. No era el triunfo de un solo hombre, sino la chispa de una comunidad naciendo. Los miró a todos contemplando sus rostros marcados por el sufrimiento pero iluminados por la fe en sí mismos.

— Mañana, al amanecer — anunció — , comenzamos nuestro viaje. No hacía la supervivencia, sino hacia nuestro futuro.

El atardecer caía sobre el grupo. Era un manto de colores mágicos sobre los primeros cimientos de un sueño compartido que esperanzaba la humanidad dentro de cada uno que durante la Gran Catástrofe pensaron que ya no verían.

Capítulo 5: La Amenaza de la Barbarie

La marcha a través del desierto era lenta, deliberada. Cada paso sobre la tierra agrietada era una promesa, un acto de fe colectiva hacia el horizonte donde supuestamente les aguardaba un nuevo comienzo. Los supervivientes, un grupo heterogéneo de cincuenta almas, creían ciegamente en el proyecto de Robert. En sus mentes, la simple imagen de la fortaleza junto al lago era suficiente para arrastrar los pies doloridos y soportar el sol inclemente. No tenían ni idea de la magnitud del desafío que les aguardaba; construir un mundo nuevo nunca era tarea fácil.

Durante una pausa para repartir agua, Luis se acercó a Robert, quien observaba el interminable mar de escombros y arena.

— ¿Creés que será fácil? — preguntó Luis con su tono vivaz teñido de una curiosidad genuina — . ¿Fundar un mundo en el que la avaricia, las pasiones humanas, dejen de destruirnos desde adentro? A veces, en la noche, me pregunto si no estamos intentando domar una bestia indomable.

Robert bebió un sorbo de agua a la vez que su mirada de perdía en la lejanía antes de volverla hacia el arquitecto.

— No creo que el problema sean las pasiones humanas, Luis. La ambición, el deseo, incluso el miedo… son solo fuerzas. El verdadero problema es la organización humana — explicó, su voz era serena pero segura. — . Si nos organizamos sin un plan, sin una estructura que nos guíe, surge el caos. En esa anarquía, los más fuertes o los más despiadados se imponen, y el resto… el resto deja de valer. Nos convertimos en mercancía, en números, en herramientas o en obstáculos. Nada más.

Hizo una pausa, dejando que sus palabras se asentaran. Vika, sentada cerca, levantó la cabeza de su cuaderno y comenzó a tomar notas; su pluma se deslizaba rápidamente sobre el papel.

— Esa lógica — continuó Robert — , la lógica de la deshumanización, es la misma que llevó a los poderosos de antaño a apretar el botón de la destrucción total. Veían vidas como estadísticas, como daños colaterales. Y es la misma lógica que siguen esos salvajes que merodean por las ruinas. Ellos no quieren construir algo nuevo; quieren ser los nuevos amos, los nuevos esclavistas. Su anarquía es solo el preludio de una tiranía aún más brutal.

Robert clavó sus ojos en los de Luis, con una intensidad que casi quemaba.

— Nosotros somos lo contrario a esa barbarie. No somos el caos. Somos el orden. No somos la destrucción. Somos la construcción. No buscamos dominar, sino proteger. Somos el pilar, Luis. El pilar fundamental sobre el que debe levantarse la nueva civilización. Y un pilar no se construye con sueños vagos, sino con planos precisos y cimientos sólidos.

Vika observaba a Robert, completamente absorta. Sus palabras no eran solo un discurso; eran una cosmovisión, un marco para entender el mundo pasado y el futuro. Se sentía inspirada, casi electrizada. Aquello era más grande que economía; era la base de toda una sociedad.

Fue en ese momento, cuando la idea de un futuro ordenado y justo parecía más nítida que nunca, cuando una mancha en el horizonte interrumpió la calma.

Alguien gritó, señalando hacia el este. Todos siguieron la dirección con la mirada. Polvo. Y sobre el polvo, el destello del sol golpeando metal cromado. No eran una o dos. Eran varias. Motos. Y se acercaban rápido.

La tranquilidad se quebró de golpe. El miedo, un viejo conocido, regresó de inmediato a los rostros de los supervivientes. Las palabras de Robert sobre la anarquía y los salvajes dejaron de ser una teoría filosófica para convertirse en una amenaza tangible que se aproximaba a toda velocidad sobre ruedas.

Robert se puso de pie de un salto. Su mirada se concentró en el horizonte.

— ¡Todos en formación! — ordenó, su voz ya no era la del filósofo, sino la del comandante en combate — . ¡Los que tengan armas, al frente! ¡Protejan a los niños y a los ancianos!

El sueño de la utopía se enfrentaba, una vez más, a la barbarie.

Capítulo 6: Un Refugio en el Desierto

El sonido de las motos se acercaba cómo un zumbido amenazante que interrumpía la tranquilidad. La tensión se podía palpar. Como antesala de una tormenta. Robert se mantenía firme en primera línea sosteniendo con firmeza el mango de su espada. A su lado, Luis empuñaba una pistola con inseguridad.

— ¿De dónde la sacaste? — preguntó Robert sin apartar la vista del horizonte polvoriento.

— Se la quité a un soldado… antes de que él pudiera usarla — respondió Luis, con una pizca de alarde en su tono de voz.

Las motos se acercaban, ya no simples manchas sino formas definidas. Robert alzó unos binoculares con la mano libre, enfocando con rapidez. Sus músculos, tensos como resortes, de pronto se relajaron un tanto.

— ¡Atención! — gritó, bajando los binoculares — . Vienen con una bandera blanca.

Un suspiro colectivo de alivio, mezclado con incredulidad, recorrió el grupo. Los «Caminantes del Desierto» bajaron sus armas improvisadas, observando con cautela mientras las tres motos se detenían a unos metros, levantando una nube de polvo.

Sobre ellas, no iba la temida horda de salvajes, sino tres mujeres. La que parecía liderar el grupo, una pelirroja de ojos verdes intensos como esmeraldas, se bajó de la moto con movimientos ágiles pero llenos de agotamiento. La seguía una mujer de pelo castaño oscuro y unos ojos celestes turquesa que parecían capturar el cielo en su profundidad, y una tercera de cabello negro azabache y ojos marrones claros.

— Disculpen que llegáramos así — dijo la pelirroja con voz áspera por el polvo y la desesperación — . No teníamos otra opción. Necesitamos ayuda. Nos escapamos.

Luis, bajando lentamente su pistola pero sin soltarla del todo, miró las imponentes máquinas.

— ¿Las motos son suyas? — preguntó, dirigiéndose a la pelirroja.

— Las robamos — confesó la mujer de pelo castaño, hablando por primera vez. Su voz era más suave, pero con un temple de acero — . Éramos prisioneras de un grupo de salvajes, al este de aquí. Logramos escapar anoche. Los vimos a la distancia, marchando en orden… no parecen como ellos. Necesitamos un refugio. Algo seguro.

Robert estudió sus rostros. Vio el miedo residual, la fatiga extrema, pero también una chispa de ferocidad, la de quien ha luchado por su libertad. No eran víctimas indefensas; eran sobrevivientes.

— Nosotros también necesitamos un refugio — explicó Robert, su voz recuperando la calma del líder — . De hecho, nos dirigimos a un lugar para construirlo. Una fortaleza, un nuevo comienzo. Lo llamamos «Nuestra Utopía».

Los ojos de las tres mujeres se iluminaron con un destello de esperanza que no habían albergado en mucho tiempo. La pelirroja intercambió una mirada con sus compañeras, y luego asintió con decisión.

— No tenemos nada, ni a nadie — dijo — . Si nos permiten unirse a su causa, lucharemos por ella. Nuestras vidas les pertenecen a cambio de esa oportunidad.

— No pertenecemos a nadie — aclaró Robert con firmeza — . Pero juntos, podemos pertenecer a algo mejor. Bienvenidas.

Mientras el grupo asimilaba la llegada de las nuevas integrantes, Luis no podía apartar su mirada de la mujer de pelo castaño y ojos turquesa. Ella, sintiendo la mirada, le sostuvo la suya por un instante, una esquina de su boca se levantó en una leve, casi imperceptible, sonrisa de agradecimiento y curiosidad antes de bajar la vista, ruborizada.

Tres guerreras más se unían a su causa. La utopía no solo se construía con ladrillos y planes, sino con las vidas rotas que se atrevían a soñar con volver a ser enteras. Y en el vasto desierto, bajo un sol implacable, la pequeña comunidad de Robert crecía, encontrando fuerza en la unión de sus heridas.

Capítulo 7: La Llegada a la Colina

La travesía a pie duró dos días largos, bajo un sol inclemente y noches frías que ponían a prueba la determinación del grupo. La esperanza de llegar al lago y la colina era el único combustible que les impedía desfallecer.

Durante la marcha, Luis se las arregló para caminar junto a Natalia, la mujer de pelo castaño y ojos turquesa.

— ¿De dónde sacaste el valor para robar esas motos? — preguntó Luis, intentando romper el hielo.

Natalia sonrió, con una mezcla de orgullo y cansancio. — El miedo es un mal consejero, pero la desesperación es una buena maestra. Cuando vimos la oportunidad, no lo pensamos dos veces. — Su mirada, sin embargo, vagaba constantemente hacia Robert, quien lideraba la marcha unos pasos adelante. Observaba su espalda recta, su determinación silenciosa, con una curiosidad profunda.

— Él… Robert, parece saber siempre qué hacer — comentó Natalia, casi para sí misma.

Luis siguió su mirada. — Sí, tiene esa idea fija en la cabeza. Un mundo nuevo. A veces da miedo tanta certeza.

— Después de lo que vivimos — susurró Natalia — , la certeza es un lujo. Yo antes… antes de todo esto, solo tenía certezas con los pinceles en la mano. — Calló de pronto, como si hubiera dicho demasiado.

Mientras tanto, un poco más atrás, Oxana, la mujer de pelo negro azabache, caminaba junto a Vika.

— Tú eres muy joven — dijo Oxana, su voz serena — . ¿Recuerdas mucho del mundo de antes?

Vika miró el interminable desierto frente a ellos. — Recuerdo lo suficiente como para extrañarlo. Recuerdo la universidad, las calles llenas de gente… mi familia. — Su voz se quebró ligeramente — . Todo se fue en un instante. A veces solo recuerdo el sonido, un estruendo que no parecía real.

Oxana asintió, sus ojos marrones reflejando una pena similar. — Yo tenía un pequeño jardín. No era mucho, pero era mío. Girasoles. Me despertaba y lo primero que hacía era ver cómo estaban. Después de la Explosión, lo primero que fui a ver… era solo ceniza y tierra negra. — Hizo una pausa — . Es curioso, lo que más duele no son siempre las personas, a veces son las pequeñas cosas las que te recuerdan que habías construido una vida.

— Sí — susurró Vika — . Extraño el olor a lluvia en el asfalto caliente. Ahora la lluvia huele a… a nada. O a muerte. Perdimos todo.

— Pero tenemos esto ahora — dijo Oxana, poniendo una mano breve en el hombro de Vika — . Este grupo. Esta loca idea de una fortaleza. Es algo por lo que aferrarse.

Finalmente, al atardecer del segundo día, coronaron una pequeña elevación y allí estaba: el valle se abría ante ellos, con el lago reluciente como un espejo de plata bajo el sol poniente y la colina empinada ascendiendo como un bastión natural. Un suspiro colectivo de asombro y alivio recorrió al grupo.

Luis, con una energía renovada, subió a una roca y reunió a todos con un gesto.

— ¡Mirad! — exclamó, con la voz cargada de emoción — . ¡Aquí, en este lugar, entre el agua y la piedra, erigiremos el nuevo mundo!

Una ovación espontánea estalló entre los supervivientes. Risas, lágrimas y abrazos. La alegría era palpable, un bálsamo después del duro viaje y las pérdidas pasadas.

Robert observaba la escena con una sensación de profunda responsabilidad. Sabía que la euforia era necesaria, pero también efímera. Construir no sería tan fácil como decirlo. Sin embargo, al ver los rostros iluminados por la esperanza — Sasha, la pelirroja, con una sonrisa feroz; Natalia, mirando el paisaje como si fuera un lienzo en blanco; Oxana, con una serenidad reconfortante; Vika, con sus cuadernos listos; y Luis, con su entusiasmo contagioso — , supo que el activo más valioso no era el territorio, sino la voluntad unida de aquellos que habían perdido todo y estaban dispuestos a ganarlo de nuevo.

Las condiciones naturales, el lago lleno de vida, la colina defendible, la riqueza potencial de la tierra… todo parecía aliarse con ellos. El sueño de la Utopía, por primera vez, no era solo una palabra en el aire. Tenía un lugar en el mapa. Y ahora, el verdadero trabajo estaba por comenzar.

Capítulo 8: La Primera Expedición

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